Richard Mulfeld |
28 de julio de 2011
Artículo enviado por nuestro colaborador Ivan Martinez (México)
Hace un par de semanas publiqué en L’Orfeo la entrevista que me concedió el barítono Alfredo Daza desde Berlín. Una de las ideas más claras que me comparte es la del entramado de situaciones, del submundo que “se pretende ver como que no existe, (pero que) existe y lo hace de una manera exagerada” en el universo del arte: padrinazgos, política, relaciones y traiciones, “un montón de cosas que a veces son ingratas y feas”; es decir, todo aquello que sale a flote en el ser humano cuando se trata de juegos de poder. Un tema que, espinoso o no, resulta siempre fascinante.
Fijaciones personales aparte, esta charla sobre la vida de un mexicano en la escena operística internacional, me lleva a repasar cuatro casos de clarinetistas y su relación con los grupos de poder, las fraternidades secretas, su cercanía con las más altas esferas de las sociedades de su tiempo y, por supuesto, el legado que pudieron dejar gracias a ello.
El primero es, evidentemente, Anton Stadler (1753-1812), cuya relación de amistad y fraternidad dentro de la masonería con Wolfgang Amadeus Mozart, llevó al segundo a dedicarle al clarinete no solo obras capitales como el Concierto K. 620, sino copiosas líneas dentro de su música masónica (la escrita expresamente para las logias y otras de importante simbolismo, como las tres últimas sinfonías), al grado que musicólogos como Michel Parouty llamen al clarinete “el instrumento masón por excelencia”.
Aunque no existe mayor información sobre el paso de Stadler por las logias como sí la existe de Mozart, se sabe que el clarinetista ya era masón cuando conoció al compositor y que juntos ingresaron a la llamada “Beneficencia” el 14 de diciembre de 1784, desde la que escalaron grados y logias hasta la conocida como “Concordia verdadera”, la más elitista de la Viena aristocrática.
Dentro de las orquestas de ópera de la Italia del bel canto, quienes mayor influencia tenían al interior eran sus clarinetistas; verdaderas divas a quienes había que darles trato de solistas y que muchas veces al término de la función, subían también a proscenio. Su influencia fue más allá y el nombre de Gaetano LaBanchi (1829-1908), primer clarinete de la Ópera de San Carlo, ensombrecido en la historia del clarinete italiano por el virtuosismo de Ernesto Cavallini, debe ser más conocido en el ámbito de la ópera, pues fue gracias a sus labores diplomáticas con el Khedive de Egipto que Giuseppe Verdi pudo estrenar en El Cairo su ópera Aida en 1871.
En México, quien trascendió su labor como clarinetista a las esferas políticas y revolucionarias, dejando frutos artísticos, fue José López Alavés (1889-.974). Músico y amigo de Álvaro Obregón, fue gracias a los viajes patrocinados por la presidencia de éste, que en Estados Unidos se le reconoce a un mexicano haber introducido el clarinete a las bandas de jazz de Nueva Orleans o, a su regreso, haber traído el fox-trot a México. Aunque su nombre no suene conocido, pocos podrán no haber escuchado su obra más entrañable: la Canción Mixteca.
A pesar de ser anterior en cronología, esta ojeada a los frutos de sus relaciones no podría terminar sin el caso más fascinante y exitoso de relaciones públicas, el de Richard Mühlfeld (1856-1907). Clarinetista y amigo íntimo de Johannes Brahms, de vivir en nuestros tiempos estaría hoy en cualquier portada de revista del corazón. Un verdadero socialite que supo mantener afinidades con todos los personajes poderosos del ambiente musical, incluso cuando entre ellos las enemistades fueran más allá de lo estético.